El mejor amigo del
hombre
Antes se decía con fuerza
de axioma que el perro era el mejor amigo del hombre. El hombre lo trataba como
a un verdadero amigo: le daba las sobras de la comida, cuando había sobras;
cerraba las puertas con violencia sin reparar en si le apretaba la cola; si le
molestaba con su apego y amistad, le gritaba “¡fuera, perro!” y lo alejaba de
un puntapié. En fin, un tratamiento de lo más amistoso.
Pero con el andar del
tiempo y el crecimiento vegetativo de la cultura se ha dado en decir que el
mejor amigo del hombre es el libro, y el perro ha pasado a segundo plano, lo
que le ha venido muy bien, pues al no ser tratado por el hombre como a su mejor
amigo, ha mejorado bastante su condición social. En cuanto al libro, por más
que se diga, aún no se ha hecho carne en el hombre la idea de que es su mejor
amigo, pues lo trata con gran respeto, al extremo de que muchas personas jamás
le dirigen una pregunta, ni lo invitan a sus casas. Otras lo tienen en tanta
estima como a un desconocido; creen a pie juntillas todo lo que dice y lo repiten
para lucirse, le ofrecen el mejor lugar de la casa para descansar y los más
ricos cueros para vestirse. Si se les pide prestado les duele en el alma
alejarse de él, y si son ellos quienes lo piden, también les duele separarse
después. Un amigo mío, hombre verecundo y sincero, puso estas sabias palabras
en su escudo de bibliófilo: “No me pidan libros prestados porque así formé esta
biblioteca”.
Pero no hay que recargar
las tintas, que eso queda muy mal, según dicen los impresores. Personas hay que
tratan al libro como antes al perro, es decir, como a un verdadero amigo. Como
el movimiento se demuestra andando, según escribió el filósofo sentado a su
escritorio, sigamos a ese señor que va camino de la plaza con un libro bajo el
brazo.
Se ha sentado en un banco y
se ha puesto a leer.
Sentémonos en el extremo
opuesto y observémoslo. Da vuelta la hoja, lee la segunda cara, la arranca y la
tira. La brisa primaveral la trae a nuestros pies. La recogemos con cierto
temor. Quizá haya en ella algo subversivo, sea una lectura prohibida, y es por
eso que el lector la arroja lejos de sí para evitarse complicaciones. Ahora que
el guarda no mira, echémosle un vistazo: “Uno para todos, todos para uno”…
Pero, ¿dónde hemos leído este pensamiento?… ¡Claro, si son Los tres mosqueteros!
En efecto, líneas más abajo “sonríe sutilmente el cardenal Richelieu”.
El lector, entretanto, ha
ido arrancando muchas otras páginas del mismo tenor y se levanta, cerrando lo
que queda del libro.
Nos atrevemos a
interrogarlo:
—Usted perdone, señor, la
curiosidad. Pero lo he estado observando mientras leía y quisiera saber…
— ¿Cómo termina? Eso
también quisiera saber yo, y para eso lo leo. No creo que se cansen. De lo que
sí estoy seguro es de que traerán de Inglaterra los herretes de la reina. Lo
más difícil va a ser el cruce del Canal de la Mancha. ¡Qué tipo ese D’Artagnan!
Venía a ser como un superman de su época.
—Perdone, señor, pero lo
que queríamos saber era por qué arrancaba las hojas después de leídas.
— ¡Ah!, lo hago siempre
para saber por qué página voy.
— ¡Pero el libro queda
inutilizado!
— ¿Y si ya lo he leído, qué
me importa?
— ¿Y con todos los libros
hace lo mismo?
—No, en la oficina no lo
puedo hacer.
—Claro, el jefe, al ver su
oficina sembrada de hojas de novelas, se daría cuenta de que usted no trabaja.
—No es eso, es que soy
tenedor de libros y si empezara a arrancar hojas del Mayor ¡buena se armaba! Es
muy delicado mi trabajo. Una vez me equivoqué en un asiento. Tenía que poner
“una silla de Viena, quince pesos” ¿A que no sabe lo que puse? Puse: “el trono
de Francia, quince pesos”. Culpa de la lectura de las novelas de Dumas. Tuve
que raspar el trono de Francia, y me dio un trabajo…
—Me lo imagino. ¡Hay que
ver lo que costó la Revolución francesa!
Me despedí de aquel extraño
lector, pues me di cuenta de que habíamos empezado por unas hojas y ahora
andábamos por las ramas. Sólo quise presentártelo para aparecer imparcial
mostrándote un caso de verdadera amistad de un hombre con un libro, pues,
indudablemente, éste trataba al suyo como a un perro. Y, mira lo que son las
cosas, ahora caigo en que siempre ha habido personas que trataban a los libros
como a verdaderos amigos, poniéndoles para nivelar las patas de las mesas
cojas, para tapar rendijas o usando sus páginas para envolver objetos.
Pero el libro, fiel como el
perro, soporta toda clase de desventuras sin quejarse, hasta la de que los
escriban ciertas personas.
Yo soy autor de varios
libros.
Autor;
Conrado Nalé Roxlo.